Un grito que llega demasiado tarde

Por Olga Gayón

Las mujeres afganas, excepto las de Kabul y algunas otras ciudades como Kandahar, Herart, Jalalabad, no han dejado de ser apabulladas, humilladas, vejadas y pisoteadas por la brutalidad de los que en nombre de un dios ordenan que ellas sean tratadas peor que los animales domésticos de consumo para los humanos.

Hace 20 años nos prometieron que las mujeres de Afganistán iban a recuperar su libertad y que las bestias que se habían apoderado de este país serían cosa de un horrible e irreconocible pasado. Nos llenaron los periódicos, radios y televisiones sobre las bondades de un ejército multinacional de ocupación liderado por Estados Unidos y coordinado por la OTAN, que iba a llevar la democracia a ese rincón del mundo maltratado primero por los rusos, luego por las fuerzas pagadas por los estadounidenses y más adelante por los extremistas conocidos como los talibanes.

Pero este discurso para justificar una guerra quedó únicamente en los medios de comunicación; eran las palabras que debían propagar para vender al mundo esta intervención militar. Es verdad que en la capital y en ciudades grandes, las mujeres comenzaron a recuperar parte de su identidad; algunas incluso alcanzaron cargos y puestos políticos, y otras pudieron desarrollar con mucha vigilancia, propuestas artísticas e innovadoras para un país que fue transportado hace tres décadas desde lo contemporáneo hasta la Antigüedad.

Las mujeres en Afganistán, en su mayoría, desde la ocupación de las fuerzas multinacionales, hace 20 años, continuaron siendo la fregona con la que limpian el piso los señores que aseguran que ellas son una terrible tentación solo por el hecho de existir. En todo el país, los conocidos como los «señores de la guerra», que fueron amparados por las fuerzas que invadieron Afganistán, entre otras cosas para liberar a las mujeres, siguieron imponiendo su atroz poder sobre el cuerpo de ellas y sobre toda su existencia.

Han sido dos décadas en que el mundo dejó de hablar de la desgracia de haber nacido mujer allí, cuando esta fatalidad, esta marca al llegar al mundo, jamás ha sido borrada, porque la infamia continúa haciendo su carrera tanto en los campos como en las pequeñas poblaciones de todo el país.

El tema de la mujer afgana dejó de interesar en Occidente porque, aparentemente, en Afganistán ya no gobernaban los talibanes, gracias a esa «buena y oportuna» intervención de las fuerzas militares de varias potencias occidentales. A todos nos vendieron una cochina mentira porque ellos, los integristas del islam, jamás dejaron de ejercer su poder, y esto, con la venia del ejército de ocupación que al estar allí, comprendió que debía invertir miles y miles de millones de dólares y entregar la vida de miles de sus soldados para erradicar la preponderancia de los dueños de esa ley conocida como la sharía que convierte a las mujeres en poco menos que escoria. Entonces, pactaron con esos «señores de la guerra» que su poderío quedaría intacto si los dejaban coordinar la política local desde Kabul.

Hoy Occidente grita de dolor por las mujeres afganas que volverán a caer en manos de la ley talibán. Y esto es verdad para las de Kabul y de las más importantes ciudades que volverán a ser encarceladas en esa prisión-burka que informa de que en su interior habita un ser maligno que no debe ser visto por los hombres, excepto por su dueño que puede hacer con ella lo que le plazca. Pero para las otras, las olvidadas por la ocupación de la fuerza multinacional, para las que nada ha cambiado desde hace al menos 30 años, nada será distinto porque nunca dejaron de ser ese objeto de pecado que deambula escondido bajo ese manto inhumano que nuevamente para los occidentales identifica a Afganistán.

Occidente, como siempre, lava sus pecados gritando. Pero lo que ha hecho durante dos décadas con el pueblo afgano es una verdadera afrenta contra la libertad; esa que, supuestamente iban a llevar al territorio de los integristas. Hoy todos queremos limpiar nuestras conciencias gritando contra la infamia cuando la tuvimos en frente nuestro durante 20 años y no quisimos ni denunciarla ni combatirla. Los gritos que llegan tan tarde y tan oportunamente ensayados, también hacen parte de esta, nuestra particular infamia que hace unos días quedó al descubierto al caer estrepitosamente la máscara que prodigiosamente la cubría.

Por Olga Gayón

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