Foto: Federico Rios Twitter: @federicorios
Las columnas de opinión tienen una razón de ser, a diferencia de las editoriales o los comentarios, y es la de adiestrar una observación singular del presente. Suele ser un ejercicio fatigante para quien se dedica a ello con cierta periodicidad, pues demanda del espectador mucha y poca atención a los hechos que van configurando el presente de una nación (pues nada hay más impreciso que eso: el tiempo presente de un país). Si bien el texto editorial goza del peso de lo abstracto, de lo inmaterial —uno casi que puede decir que el editorial hace las veces de la bula papal, es la voz sobre cualquier otra voz que le asista— es un texto carente de riesgo. Por otra parte, está el comentario, que aparece esporádicamente para asistir al lector en la profundidad de algún asunto que momentáneamente acapara el suceso noticioso. El comentario en prensa es un texto que goza del chance que da la oportunidad. Para ello se requiere, poca disciplina en la opinión y en cambio más destreza para presentir las dimensiones a las que llega un evento. Mientras tanto, el ingrato oficio del columnista que resuelve buscar a toda costa su singularidad —lo que implica liberarse del decoro de pensar para el agrado de los demás e incluso para el agrado del dueño de la editorial— y desde ella lograr una marca, alguna huella que permita a sus lectores seguir en sus pistas la verdadera intimidad que se pasea por estos descaros públicos que titulamos: columna de opinión.
A propósito del día mundial de la radio que se celebró ayer por voluntad expresa de la UNESCO, pues el trece de febrero de 1946 se inauguró oficialmente la radio global de las Naciones Unidas, he querido poner mi atención a un suceso radial que haya gozado de alguna importancia esta semana en Colombia. No tuve que pensar mucho para decidirlo: una entrevista que duró menos de tres minutos, y en la cual, el entrevistado logra una avasallante fila de argumentos con una sencillez tal que en muy poco tiempo se convirtió en la pieza radial más oída del país. Sin imágenes, sin videos, sin texto escrito: sólo su voz, la magnifica voz de Leonard Rentería.
Al parecer la conversación ocurrió sin que ella fuera un radioreportaje (que es lo mínimo que uno esperaría de una estación radial como Blue Radio). Paola Ochoa, la periodista que hacía las preguntas, lo llama desde algún lugar de Chapinero y Leonard le contesta desde su teléfono móvil desde Buenaventura, más propiamente, desde el Puente El Piñal. Hago esta anotación sobre la ubicación porque a cien años que estamos de la invención de la radio, se ve muy mal que se persiga una noticia del tamaño de una protesta como la de Buenaventura sin un corresponsal, esto es, sin alguien que haga presencia real en el lugar desde dónde se presenta el hecho noticioso. Esta ausencia —que es ya una distancia— hace parte de lo que se puede mirar cuando se trata de un acontecimiento que se captura sin lentes, sin cámaras; sólo las voces y sus lugares de enunciación.
Él diálogo estuvo precedido por un coronel de la policía (que también estaba en Bogotá) a quién le pidieron “un parte” de los hechos que se presentaban en la capital del pacífico. En el intercambio se oye a otro periodista, Ricardo Ospina, quien hace el papel de comentador —es decir, el papel del oportunista— mientras que la mujer periodista lograba hacerle decir al oficial una misma cosa: es injustificable el daño patrimonial en el que incurren los promotores de la toma del Puente El Piñal. Lo oyen sin una sola interrupción. Ni la más mínima. Eso en radio es importante, pues tengamos en cuenta que no hay contacto visual en estos diálogos, sino únicamente una permanente interpretación de sus propiedades: tono, acento, color, intensidad y ritmo. Lo que precede al episodio con Leonard es un clásico ejemplo de una plática periodística en la que un par de periodistas tejen una condición no-verbal (es decir, que está más allá del uso de las palabras) que es la del acatamiento a la autoridad, y en especial, cuando se dice que la autoridad del estado es aquella que está armada. Por eso es importante que, antes que nada, aparezca un gesto complaciente al gendarme, al sujeto policial. Entrevistadora y comentarista, ambos cumplen aquí un papel editorial del hecho noticioso: son los guardas del orden.
Abren los micrófonos a Leonard, quién ha estado oyendo —y entendiendo— la confección de esa narrativa del orden que artificiosamente han logrado junto al coronel, y la periodista abre con esta maniobra que no merece ser llamada pregunta:
“El problema es que el puerto de Buenaventura mueve el 60% del total de la mercancía que entra y sale del país ¿no? Por ejemplo, casi que todas las exportaciones de café se mueven por ahí, las de azúcar, en fin. ¿No cree usted que el daño puede ser casi que irreparable si llegan y siguen con esta idea de bloquear el puente del Piñal?”
Paola Ochoa recrea por el lenguaje la naturaleza mercantil del puerto, y excluye, de tajo, la naturaleza humana de un puerto: a través del Puente El Piñal sólo pasan mercancias. Leonard no cede a esta mangonería, pues está entrenado a lidiar con ellas, y en seguida usa un tono crítico, que es el tono que debe llevar cualquier pregunta:
“¿Irreparable para quien, señora periodista?”
Negarse a responder una pregunta devolviendo una pregunta más corta y certera, es lo que llamamos en retórica, el arte de la erotema; esto es, claro, una forma del sarcasmo. La contundencia de Leonard, y el insoportable silencio al que llevó a la periodista, llevó al comentarista Ricardo Ospina a auxiliar a su colega en tan lamentable cubrimiento periodístico, él interrumpe por cinco veces a Leonard para hacerle a él una contrapregunta:
“¿No termina siendo un tiro en el pie, para la gente de Buenaventura, bloquear el puente del Piñal y bloquear el puerto?”
Aquí comienza el descaro y la desvergüenza, es decir, la marca propia del gobierno y de los medios que lo acompañan: la indolencia. “Un tiro en el pie”, es el tropo más listo que se le ocurre al comentarista —y aquí soy yo quien acude al sarcasmo— para rematar este terrible inicio de entrevista a un joven que viene denunciando desde hace años los escandalosos niveles de homicidios por habitante (sin entrar a hablar de los modos en los que son cometidos estos homicidios), que hay en El Puerto; se habla de al menos 37 homicidios por cada diez mil habitantes. Esta es la razón principal que mueve a los ciudadanos a protestar a las calles y a tomarse el Puente el Piñal, que los tiros no son aquí una figura literaria para una cotizada novela de narcos, no; los tiros son más palpables que el virus de la pandemia. Las balas de todos los bandos se entrecruzan en pleno paisaje urbano para detener escuelas, eventos; el confinamiento en Buenaventura por la violencia —incluyendo la policial— ha sido la voz del orden. Esto no lo ven en Chapinero, como tampoco lo ven en La Casa de Nariño; y sino lo han querido ver, menos lo van a querer oír.
Leonard, habla con la firmeza que tienen los líderes comunitarios para dirigirse a las personalidades de la vida pública. Hay una huella de tenacidad en la brevedad con la que apela a Leonard a la igualdad (término que en Chapinero suele usarse peyorativamente para referir “al igualado” en un tono condescendiente en la voz), y que es consciente del juego de poderes que se libra en una simple conversación. Avisa con abandonar la entrevista sino le permiten expresarse sin interrupciones. Es ahora él, cuya voz dirige los ánimos de quienes interrumpen el paso de las cosas por un puente, quien pone en evidencia la interrupción en el discurso de un líder social, de un defensor de los derechos humanos. Leonard protesta frenando la libre circulación de los productos que se necesitan en Chapinero, y protesta —sobre todo— porque protestar le cuesta la vida.
Hasta ahora el hecho radial sigue las coordenadas propias de un formato de periodismo oficialista que, al menos en este caso, siguen al pie de la letra los mencionados reporteros cuya función, hemos visto, es la de editorialistas, es decir: la de componer un relato actual del orden en cada evento que parezca contradecirlo. Esta forma operativa de llevar a cabo el ejercicio radial es tan pobre como dañina, pues la potencia que tiene la radio no la tiene ningún otro medio de comunicación. A raíz de la ausencia total de la imagen visual, en la radiofonía hay una relación muy íntima entre el escucha y su emisor; incluso todavía más cercana de la que puede tener el autor con su lector. Y esto ocurre por los usos de la radio que son más bien mucho más populares que las que tiene el libro de papel. El sonido inunda, como el agua, los espacios reales dónde la ciudadanía coexiste. El texto radial tiene la posibilidad de agrupar colectivamente la atención —lo que jamás un texto en su simpleza escrita y seguida con los ojos— y convocar una reacción sincrónica por parte de quienes oyen ese podio lleno de voces que salen de un transistor. La reflexividad social —que es en últimas la puesta en práctica de la opinión— a la que conduce el ejercicio de la radiodifusión ha sido fundamental a la hora de hablar de democracias fuertes, prósperas, en paz. Una actividad civil que parece importarle muy poco al dueño de la radio, de la prensa, del banco, del gobierno y de las mafias: ¡vaya coincidencia!
Alexander Morea-van Berkum
Estudió teología en la Universidad de Middlesex (Reino Unido) donde escribió su tesis sobre fenomenología e interculturalidad (2018). Actualmente escribe su disertación doctoral para la Universidad Libre de Ámsterdam sobre fenomenología del perdón. Ha sido consultor en materia de Derechos Humanos ante la Corte Penal Internacional y las Naciones Unidas sobre la situación actual de los Acuerdos de Paz en Colombia. También es miembro del comité editorial para la revista de estudios Interculturales Tussenruimte donde mantiene una columna dedicada a la crítica de la religión. Es miembro honorable de la Diaconado de la Iglesia Protestante Holandesa donde asesora proceso comunitarios de integración intercultural (leefgemeenschap)