Una legión de guardias se ha enlistado contra la voz de un hombre que se ata así mismo junto a su enamorada al mástil de un carruaje de cocina callejera. Son más de cincuenta hombres vestidos de verde que se comunican entre sí con la mirada y una misma indicación: acordonarlo. Se trata de una maniobra psicológica que induce al transgresor a su sometimiento. Sea cual sea el horizonte de la mirada que el infractor tenga, resulta importante que él solo vea agentes del orden caminando hacia él. Y esa marcha ha de ser lenta, copiosa y pomposa; pero, sobre todo, angustiante. Para que el malhechor sea conducido al desespero, se siguen procedimientos de dominio remoto; los policías disponen de toda una muy variada gama de procedimientos subrepticios de control social. Se trata del uso de un tipo de fuerza que nos está oculta a los ojos, pero que su efectividad es indiscutible. Tal y como ocurre con las artes, pero en este caso se trata del arte de subordinar al prójimo, de ultrajarlo, reducirlo. A esto llamo yo, el teatro de la gendarme o de “la tomba” como le diríamos en Bogotá.
Contra ese teatro va esta columna.
El contraventor en esta trama policiaca se llama Alexander, Harinson Alexander. Su nombre pareciera ser una reproducción en carne y hueso del coraje que aún sobrevive de un actor de Hollywood que se celebra todavía entre los jóvenes de los suburbios de la capital colombiana: Harrison Ford. Tanto el Harrinson bogotano –con una ene de más y una erre de menos– y el Harrison estadounidense actúan con una inteligencia repentina, recursiva. Ambos son acorralados por agentes que les llegan de todos las direcciones, y ante las cámaras se crea todo un ambiente laberíntico en el que no se sabe que le va a pasar al héroe. Uno y otro logran crear tal tensión en sus audiencias que es imposible apartar la mirada de ellos. Y lo más insigne: los dos tienen a su lado una amada a quién rescatar de la avisada catástrofe. Pues bien, así fue que vi yo al Harinson colombiano, a través de una filmación doméstica que me llegó vía Twitter. Su nombre se manifestó ante millones de ojos como un actor valiente. Su fabulosa interpretación movió a toda una audiencia hacia la indignación popular.
Lo que actuó él califica certeramente como espectacular.
No hace falta ser un crítico de cine para inferir el peso que tiene el cine americano —especialmente el de género “acción”— sobre la emotividad popular. Sin embargo, a pesar de ese feliz encuentro, que encuentro entre sus nombres y esta interpretación de sus actos, he querido leer la teatralidad de la rebeldía de Alexander más allá de los marcos estilísticos del formato del cine. Me gustaría sugerir una grandeza más icónica para él. Alexander logró romper de facto la orden real de un gobernante, de un oficial de la policía, y de una legión completa de agentes armados sin llegar a tocarlos. Lo suyo en realidad fue una transgresión en todos los órdenes en los que el teatro fue concebido desde sus inicios: como la herramienta de afirmación que tienen los ciudadanos de trastocar el mundo de los símbolos sin la necesidad de convertirse en dioses.
Esto es la democracia.
Para lograr esta lectura he querido acudir al evento sobre el cual se apoya el relato de la independencia republicana de Colombia: el florero de Llorente. Es un relato popular que ha logrado llegar a casi toda la sociedad colombiana sin que sea necesariamente un texto escrito. Es un lugar común que han mantenido los gobernistas —sean estos godos o liberales— en una tradición oral que viene de generación en generación, y del que nadie, a ciencia cierta, conoce muy bien. Todo lo que se sabe de su historia es que un grupo de independentistas criollos —mitad españoles, mitad granadinos— desataron una revolución memorable alrededor de un incidente en el que rompieron, muy a propósito, un florero barroco que llevaba inscrito en loza el sello del Rey Carlos Tercero de España.
En el caso de la Bogotá de 1810, los criollos sabían que en La Plaza Mayor —un lugar de mercado ambulante— los ánimos estaban enardecidos contra el virrey, pues este no fue capaz de hacer respetar la provincia granadina ante el Rey de España, y su ineptitud, que cada vez más rayaba en la imbecilidad, logró los peores acuerdos tributarios de lo que en aquel momento se podía tener memoria. La pobreza era tan insufrible que la mendicidad se había abierto paso en la negociación mercantil de la capital: «la limosna o el daño», era el lema de quienes más resentían la miserableza de la ciudad. Era un clima de sofocación económica tal, que la ley de la calle era la de sobrevivir de cualquier modo, sin importar que para ello se tuviera que asaltar la paz del otro. En este contexto, los criollos —quienes a decir verdad no sufrían de ese sofocamiento tanto como los plebeyos— prepararon un libreto para que se desencadenara la bronca popular, y así el virrey se viera obligado —simbólicamente—a aceptar las demandas de los independentistas. Un guion, sin duda, espectacular.
Los detalles son precisados en el Observatorio Astronómico de Santa Fe. Allí los jóvenes entusiastas decidieron que el altercado se produjera frente al almacén de un español llamado José González Llorente. La disputa consistía en llevar al punto de la ira al español so pretexto de romper uno de los floreros más emblemáticos del poder de España, y así crear un momentum en el que el ánimo popular se animara a la revuelta. La idea era romper el sello del rey ante los ojos de todos, todo esto en la rotura del florero. Aquello ocurrió a plena luz del día, y de lo que se cuenta, se dice que al sonar estrepitosamente la caída del florero, y en su ruido los insultos cruzados entre los hermanos Morales y el señor Llorente, creció tanta indignación entre la gente que en un santiamén el mercado le puso más contenido a su lema, y ahora era: «independencia o muerte». A esto se le conoció como La reyerta o El grito de la independencia; o lo que llamo yo, teatro revolución.
En ese video Alexander aparece frente al Banco de la República –y esto ya da para toda una significativa situación del escenario– con una bicicleta adaptada artesanalmente para que haga las funciones de una cocina ambulante. Allí prepara diferentes tipos de comida rápida a un precio muy cómodo para los transeúntes que caminan por la carrera séptima de Bogotá; una calle que se compone de varios kilómetros de pequeños establecimientos móviles que tributan, si así lo podemos decir, a la piratería. Alexander es uno, entre miles de jóvenes que modelan un monumento vivo a la economía informal en Colombia. Y sí, en esta escena se ve la contradicción más fantástica y es que justo frente a las narices de un Banco de Estado, se agite una calle entera dedicada a una economía en la se que evade todo tipo de impuestos. Pero la cinta no para ahí.
A pesar de lo cómico que resulta situar el video geográficamente, no hay en todo su contenido nada gracioso. Es más, toda la filmación es triste. En la grabación se ve a un policía que cita de memoria —y a veces con la ayuda de un texto que lleva en la pantalla de su teléfono— las normas que ha violado Alexander por ubicar su “carro de perros” contra la vía pública. El agente, quien lleva un tono de voz conciliador y condescendiente, hace toda suerte de comentarios para que Alexander entregue pacíficamente su “carro” y acepte la multa propia de su infracción. Comienza un silencio que se prolonga a la espera de alguna respuesta de Alexander.
Aquí ya vamos por la mitad del video.
Se le ve a Alexander de medio lado y con un tapabocas. Respira tan precipitadamente que cada vez menos oxígeno le llega a la cabeza. Su voz se entrecorta entre el llanto y furia. Sus ideas se estrellan en su mente con la misma intensidad con la que sus manos aparecen frotándose con tanta ansiedad frente a esa cámara que hace de su rostro la mitad de la pantalla de mi teléfono. Él mira de un lado para el otro, como si esperara la asistencia milagrosa de algún ser capaz de disipar a esos casi cincuenta hombres que se vienen para doblegarlo. En el momento más álgido de toda esta crisis Alexander tiene una iluminación genial: decide tirar el mismo por la borda su carro, y así lograr que la estridencia de los metales creara la confusión necesaria para que esos otros cientos de jóvenes como él, vinieran a ver lo que ocurría. Alexander entendió súbitamente que de eso trata la sociedad, del dominio que se haga del espectáculo. Alexander comprende así que al darse al teatro de la reyerta, del grito, de la arenga, hace de su queja un texto común con aquellos que se van apiñando para ver lo que sucede. En tan solo unos segundos, los ciudadanos doblan en número a los policías, se conmueven ante tal imagen: un joven de diecinueve años enlazado junto a su novia contra el bastón caído de un gran paraguas gritando a toda voz que no dejaría que lo separaran de la herramienta de su trabajo. Lo que se ve en ese video es el progreso en la conquista de un hombre por el respeto a su dignidad.
El más auténtico grito de independencia visto en décadas.
He mostrado hasta aquí un ligero paso del teatro de la gendarme hasta el teatro revolución para liberar así a mi actor del régimen popular del cine hollywoodense. En otras palabras, he preferido acentuar su segundo nombre por sobre el primero porque propongo que veamos en Alexander la actuación política de una clase social asfixiada por la brutal incompetencia de sus gobernantes. Me rehúso simplemente al sensacionalismo prefabricado de ese heroísmo al que se le inventa un final feliz. Resisto esa actitud condecendiente ante los jóvenes que deriva en paternalismos. Me niego al olvido cuando de furia popular se trate, y si pudiera, acompañaría a esos muchos que prefieren amarrarse al mástil y naufragar, que rendirse a la arbitrariedad de un gobernante de turno.
Alexander Morea-van Berkum
Estudió teología en la Universidad de Middlesex (Reino Unido) donde escribió su tesis sobre fenomenología e interculturalidad (2018). Actualmente escribe su disertación doctoral para la Universidad Libre de Ámsterdam sobre fenomenología del perdón. Ha sido consultor en materia de Derechos Humanos ante la Corte Penal Internacional y las Naciones Unidas sobre la situación actual de los Acuerdos de Paz en Colombia. También es miembro del comité editorial para la revista de estudios Interculturales Tussenruimte donde mantiene una columna dedicada a la crítica de la religión. Es miembro honorable de la Diaconado de la Iglesia Protestante Holandesa donde asesora proceso comunitarios de integración intercultural (leefgemeenschap)